El Imperio Bizantino
El
imperio bizantino, también llamado imperio romano de oriente, o sencillamente
Bizancio, fue un Estado cristiano heredero del imperio romano que pervivió
durante toda la edad media y el comienzo del renacimiento y se ubicaba en el mediterráneo oriental.
A
lo largo de su dilatada historia, el imperio bizantino sufrió numerosos reveses
y pedidas de territorio, especialmente sobre las guerras romano- sasánidas y
las guerras arobizantinas. Aunque su
influencia en áfricas del norte y riente próximo había entrado en declive como
resultado de estos conflictos, continuo siendo una importante potencia
militar y económica en Europa, oriente
próximo y el mediterráneo oriental durante la mayor parte de la edad media.
Durante
su milenio de existencia, el imperio fue un bastión del cristianismo, e impidió
el avance del Islam hacia Europa oriental.
Para
asegurar el control del imperio romano y hacer mas eficiente su administración,
el emperador Diocleciano a finales del siglo III, instituyo el régimen de
gobierno conocido como tetrarquía consistente en la división del imperio en dos
partes, gobernadas por dos emperadores Augustos, cada uno de los cuales llevaba
asociado un vice- emperador y futuro heredero Cesar.
Tras
la abdicación de Diocleciano el sistema
perdió su vigencia y se abrió un periodo de guerras civiles que no concluyo
hasta el año 324, cuando Constantino I
el grande unifico ambas partes del imperio.
Constantino
reconstruye la ciudad de Bizancio como una nueva capital en 330. La llamo nueva
Roma, pero se le conoció popularmente como Constantinopla. La nueva
administración tuvo su centro en la ciudad, que gozaba de una envidiable
situación estratégica y estaba situada en el nudo de las más importantes rutas
comerciales del mediterráneo oriental.
Constantino
fue también el primer emperador en adoptar el cristianismo, religión que fue
incrementando su influencia a lo largo del siglo IV y término por ser
proclamada por el emperador Teodosio I, a finales de dicha centuria, religión
oficial del imperio.
La unión religiosa que existía en dicho
imperio fue amenazada por las herejías que proliferaron en la mitad oriental
del imperio, y que pusieron de relieve la división en materia doctrinal entre
las cuatro principales sedes orientales: Constantinopla, Antioquia, Jerusalén,
y Alejandría. Ya en 325, el concilio de Nicea había condenado el arrianismo que
negaba la divinidad de Cristo. En 431, el concilio de Éfeso declaro herético el
nestorianismo. La crisis mas duradera, sin embargo, fue la causada por la herejía
monofisista que afirmaba que Cristo solo tenia una naturaleza, la divina.
Es
en este periodo que se inicia también la estrecha asociación entre la iglesia y
el imperio: Leon I (457-474) fue el primer emperador coronado por el patriarca
de Constantinopla.
Antes
del reconocimiento de la religión cristiana por el Estado romano y de su
elevación a religión oficial (era de Constantino), la cuestión se centró más
bien en torno a las relaciones de los cristianos, y no tanto de la Iglesia, con
el Estado. La actitud de la Iglesia primitiva estaba determinada en principio
(incluso en tiempo de las persecuciones) por una lealtad benevolente hacia el
poder estatal, al que se reconocía como el orden dado por Dios y al que, por
tanto, se prestaba obediencia, en tanto no se llegara a una oposición entre sus
exigencias y las exigencias divinas.
Los
cristianos estaban obligados a orar por el emperador, pero rechazaban el culto
del Estado y los sacrificios ante las imágenes de los dioses y de los césares.
Por
razones de unidad política y por la necesidad de armonía entre iglesia y estado,
el emperador cristiano gobernó también prolongando en cierto modo la posición
sacral de los primitivos emperadores paganos a los obispos y la Iglesia. La
idea de que la unidad del cristianismo y la unidad del imperio se condicionaban
mutuamente, tuvo su expresión en el hecho de que los obispos asumieran
funciones estatales y en la amplia asimilación de la organización eclesiástica
diocesana a las unidades administrativas existentes en el imperio romano, así
como en los privilegios estatales de la Iglesia y del clero y en la
intervención jurisdiccional del emperador cuantas veces veía amenazada la
ortodoxia y la unidad de la Iglesia.
Frente
a la pretensión creciente de soberanía estatal, que representaba de algún modo
una vuelta a las funciones del antiguo culto romano del Estado, la Iglesia se
vio en la necesidad de determinar la correcta relación entre la competencia
eclesiástica y la estatal, persuadida de su propia autonomía y libertad, e igualmente
de su vinculación a los diversos órdenes profanos. Estas tentativas condujeron
en Bizancio tras la fundación de Constantinopla como la segunda Roma, a los
principios del dominio oriental sobre la Iglesia y, en el imperio romano
occidental, a la libertad de la Iglesia.
En
el imperio bizantino la unidad de iglesia y estado quedó asegurada bajo la
soberanía del emperador, cuya persona empezó por incorporarse a la jerarquía
como sacerdos imperator, apareciendo después como el soberano elevado a la
esfera sacra en forma de basileus terrenal. Por lo que respecta a las relaciones
entre iglesia y estado en occidente, fue decisiva la doctrina de las dos
espadas, expuesta por el papa Gelasio I (492-498) contra Bizancio, la cual iba
a ser fundamental para toda la edad media.
Como
nos podemos dar cuenta es en este imperio donde se empiezan a entablar las
relaciones entre la iglesia y el estado, pero esta unión o esta relación entre
estas dos formas muy diferentes de pensar beneficia a las personas, ya que
ambas tienen sus creencias y por llamarlo de alguna manera su forma de castigar,
ya que están determinadas siempre por una dialéctica que proviene de la
diferencia esencial entre ambos, pues las dos instituciones dirigen sus
pretensiones a los mismos seres humanos, aunque con diversos fines, una con el
fin que beneficie a los hombres o con las reglas impuestas por ellos, mientras
que la otra se guía por reglas o normas establecidas por un ser divino. Estado
es procurar asegurar el bien natural de sus ciudadanos en la tierra, mientras
que la Iglesia está llamada a proseguir en la tierra la obra salvífica de su
fundador y conducir a los hombres a la salvación eterna mediante la palabra y
los sacramentos.